Irlanda (parte 1)
Cuando aterricé en aquella ciudad podía haber jurado que era otoño y no pleno mes de julio. Dejaba atrás el tórrido calor y tardes de manguera y agua sin bañador, para cambiarlo por noches frescas, días largos y un verano que se antojaba diferente al resto. Como muchos otros, tomé una beca de estudios para visitar Irlanda y aprender inglés, aunque he de decir que aprendí muchas cosas mejor que el idioma.
Yo venía de vivir gran parte de mi vida solo, y quizás por eso me decidí por alojarme en una residencia de estudiantes: ajetreada, bulliciosa y llena de vida.
El apartamento era pequeño. Tenía un salón donde se habían vivido más fiestas que noches de estudio, una pequeña cocina, un baño con un generoso plato de ducha y una habitación donde dormíamos los tres chicos que compartíamos estancia.
En la habitación donde iba a dormir había una litera y una cama individual. Yo era el último en sumarme a aquella casa en la que ya vivían Pierre, un chico alto y bastante simpático, junto con Álvaro, un madrileño, con bastante nivel de inglés y unos ojos cuyo color, después de los años, no puedo recordar.
Cuando llegué a aquel piso, Pierre me saludó como si nos conociésemos de siempre. Quizás era más fácil para él asumir la amistad desde el principio, teniendo en cuenta que cada mes y medio compartía habitación con alguien diferente. Mientras tanto, Álvaro se tomaba unas cervezas con unos amigos en la terraza y su saludo fue escueto y frío. Me sorprendió que estuviesen bebiendo tan temprano, aún había bastante sol y no se me ocurría ningún motivo para beber a las seis de la tarde. Tardé poco en comprender que, cuando las discotecas cierran a las tres de la madrugada, el botellón se adelante y deja de importante cuánta luz haya en la calle para salir de fiesta.
Por un momento, de todos los que se presentaron cuando llegué, no supe quién era mi compañero y no voy a negar que por un momento recé para que fuese Álvaro. Quizás haya mentido en algo. El problema no reside en que no recuerde de qué color eran sus ojos, si no el hecho de no poder describirlos con una única palabra. Cada veta de sus iris tenía un color diferente. Por un momento eran verdes, otras veces marrones y juraría que algunas noches le descubrí algunas líneas azules. La cuestión es que recé porque fuese Álvaro el que durmiese en aquella habitación y no sabía por qué. Precisamente, no había sido el más simpático, ni tampoco el más amable, pero por alguna extraña razón sentí un vuelco en el estómago cuando supe que era él el que dormía en la cama individual de la habitación.
Pierre me ofreció elegir cama y elegí la cama de abajo. Sabía que dormir debajo de aquel chico alto que quizás llegaba a los dos metros, iba a ser difícil, pero siempre había preferido el cobijo de la parte baja de la litera. No iba muy desencaminado pues la primera noche Pierre demostró tener tanta energía por la noche como por el día y me pasé toda la madrugada moviéndome de un lado a otro cada vez que cambiaba de postura y dejaba de roncar unos minutos.
No obstante, Pierre se hacía querer y me ayudó tanto que conseguí a la tercera noche dormir sin ningún problema y, si sus ronquidos no me dejaban dormir, con una pequeña patada al colchón de arriba me aseguraba unos minutos para volver a coger el sueño.
Pasaron los primeros seis días entre clases, nuevos amigos y nuevas calles. La ciudad de Dublín mostraba su mejor cara en aquellas agradables tardes de verano con parques llenos de personas en traje que, al salir de la oficina, preferían tomarse una cerveza negra en el césped que regresar a casa. No voy a negar que, desde aquella primera semana, me enamorase de la ciudad.
El contacto con Álvaro la primera semana fue cordial pero no cercano. Él tenía su grupo de amigos donde él era el único español. Hablaban en inglés todo el día, lo que yo tenía que haber hecho, y pasaba pocas horas en la residencia. Los primeros días no sabía cómo acceder a él. Preguntas del tipo cómo estás o qué tal, obtenían una respuesta monosílaba (“bien”) o, con suerte, bisílaba (“muy bien”). Al cabo de los días me rendí. Quizás no quería ser mi amigo o su propósito de no hablar con españoles durante la inmersión lingüística era tan fuerte que le obligaba a ser, algunas veces, incluso borde.
Comencé a salir y las noches se me hacían cortas para todo lo que había que vivir. Allí aprendí a beber, aprendí a fumar y supe que los porteros de las discotecas temían a los grupos de españoles como el nuestro. La segunda semana consideraba a Pierre un pilar fundamental de mi nueva, y efímera, vida irlandesa y saludaba a la cajera del supermercado que nos vendía el vino australiano con el que mis amigos españoles se hacían calimocho (nunca le cogí el gusto de echarle Coca-Cola al vino, la verdad).
Dublín estaba en mi mano y estaba dispuesto a disfrutarla. Olvidé los nervios de los primeros días por hablar con Álvaro. Sus ojos se me fueron antojando grises, bonitos, pero de un simple tono gris.
Fue a la décima noche cuando coincidimos Pierre, Álvaro y yo, en casa. No había planes, no había alcohol y tampoco más personas llenando aquel pequeño salón. Me ofrecí a cocinar algo mientras obligamos a Pierre a que hiciera sus tareas semanales en casa. Álvaro se sentó en una silla alta que había en la cocina y tras confesarme que no tenía ni idea de cocinar me comentó que al menos me daría charla para que no me aburriese.
Mientras me hablaba fue la primera vez que vi realmente a Álvaro. Era un chico no muy alto, quizás algo más que yo, con el pelo castaño claro, de tez morena y siempre vestía con camisa y pantalones cortos de colores que acompaña con unas deportivas para salir a la calle, aunque, cuando estaba en casa, iba descalzo.
La primera vez que lo vi cambiarse me quedé impactado. No sé si por su cuerpo tonificado, por lo corto y perfectamente ordenado que tenía el vello del pecho o porque era la primera vez que veía algo más de Álvaro que no fuesen cuatro frases cordiales. Lo que más impresionaba era la forma de uve que adoptaba su abdomen al llegar a la cintura. No voy a negar que muchas veces me esperase en la habitación más de lo habitual por si ese día había olvidado llevarse al baño sus bóxers de tela que, una vez puestos, no dejaban entrever qué había en el vértice de aquella uve. Pero nunca pasó. Siempre salía de la ducha con ropa interior y era el único de la casa que aún seguía utilizando el pestillo del baño cuando entraba.
Estuvimos hablando durante un buen rato mientras hacía burritos por petición de Pierre que no entendía muy bien la diferencia entre México y España. Fue la primera vez que pude hablar con Álvaro sin que nadie nos interrumpiese y he de decir que me puse mucho más nervioso que cuando lo vi por primera vez sin rompa. Descubrí a un chico amable y con interés en el diseño y la arquitectura. Él estudiaba medicina y quería especializarse en hematología, y el año en el extranjero respondía a la negativa de sus padres de tomarse un año sabático antes del MIR.
Terminé de cocinar y, terminando de pronto con la conversación que teníamos, pegó un salto de la silla alta, se puso frente a mi y me dio un abrazo. En ese momento no supe cómo reaccionar. Fue un abrazo algo frío y estático, pero creo que significaba más para él que para mí. En un momento se me rompió la idea de que era una persona fría, distante o incluso engreída y por primera vez pensé que lo que había tildado de estupidez, en realidad, era timidez.
¿Pero cómo podía ser tímido aquel chico con tanta conversación y tanta cultura? ¿Cómo podía ser tímido una persona con ese cuerpo normativo que podríamos verlo en cualquier revista? ¿Cómo podía ser que aquel chico que reunía todas las noches a diez personas de diferentes países en nuestro salón fuese tímido? Con los años descubrí que las barreras, los complejos y la timidez se instalan en nuestras mentes independientemente de quiénes seamos. Que los cuerpos normativos no se corresponden con personas más seguras y que, sin duda alguna, todos somos un matojo de circunstancias, lecciones aprendidas y suerte.
Aquella noche pasó entre risas, tópicos españoles y chistes traducidos al inglés para que un francés los entendiera (no entendió ninguno, por cierto). Nos fuimos a dormir pronto, o al menos relativamente pronto y pronto Pierre roncaba en la cama de arriba, Álvaro dormía tranquilo en su casa y yo me revolvía inquieto sobre mi almohada.
No sé cuántas horas habían pasado desde que me dormí. Aún no había amanecido, la oscuridad así lo indicaba, y entraba una brisa cálida por la ventana. La temperatura en los últimos días había aumentado bastante y aunque no podía compararse con un verano español, dormíamos destapados y alguna noche echamos de menos que hubiese ventiladores.
Miré hacia donde estaba Álvaro dormido recordando la buena noche que habíamos pasado juntos. Lo miré y la luz de la ventana caía sobre su cama dibujando la silueta de su cuerpo que, para mi sorpresa, no estaba oculta tras su pijama de cuadritos que solía utilizar. Dormía boca abajo y vi cómo su respiración era acompasada, lenta y suave. Pude ver como su espalda nacía de unos hombros fuertes y dibujaba una línea curva hasta los dos hoyuelos que tenía antes de empezar su culo. Lo vi desnudo por primera vez y nunca pensé que tuviese un culo tan bonito como ese. Eran dos montes perfectos, dibujados con compás con un trazo firme y decidido. Al acabar, venían sus piernas que, a pesar de haberlas visto una buena cantidad de veces, no dejaban de ser preciosas. Contaban con más vello que el resto del cuerpo y sus gemelos se veían fuertes y duros.
Si Álvaro se hubiese despertado en aquél momento, la luz de la farola no le hubiese deslumbrado la vista porque la sombra de mi mano tocándome el paquete ya abultado le hubiese hecho sombra. Decidí ir al baño con dos intenciones, la que me dije para convencerme a mi mismo y la que movía mis intenciones de verdad. La mentira era que tenía que ir al baño y aprovechar para tocarme a gusto, la verdad es que esperaba hacer algún ruido al levantarme, que Álvaro se moviera y me dejara verlo más.
Y así pasó que me levanté y tropecé con la mesita de noche que separaban nuestras camas. Para mi sorpresa, su movimiento fue lento y pausado. Siguió tumbado boca abajo, con su cabeza apoyada en unos de sus brazos sobre la almohada. Abrió lentamente una de las pierna, que hasta entonces habían estado rectas, flexionando la rodilla hacia afuera, dejando su culo más abierto, más accesible y, por supuesto, más visible. Pasé por los pies de su cama y pude verlo en todo su esplendor: desnudo, con la luz de la noche de verano salpicando su piel, sus lunares colocados estratégicamente y su culo, ese mismo culo que ahora proyectaba una sombra sobre la pared del fondo.
Fui lento, todo lo lento que me permitía el nerviosismo y la idea de que estaba haciendo algo mal. En los segundos que tardé en pasar por sus pies, pude ver cómo, debajo de su culo, se divisaba la parte de atrás de unos huevos bañados con el mismo vello que las piernas, grandes, reposados sobre la cama y en perfectas condiciones para haber pasado la lengua por cada rincón de aquella escena.
Fui al baño, nervioso. Por primera vez en mucho tiempo cerré el pestillo. Por un momento pensé en no hacerlo, esperar a que Álvaro se hubiese dado cuenta, se despertarse, viniese el baño y me metiese la polla en la boca. Imaginé en dejar el pestillo abierto y acabar con los huevos de Álvaro rozándome la barbilla. Hubiese mojado cada centímetro de su culo con mi boca hasta que me faltara saliva y fuese a su boca a por más. Quería arrodillarme delante de él y dejarle que me utilizara. Ya no quería escuchar su voz, ahora solo quería escuchar sus gemidos mientras me tocaba la campanilla y se me saltaban las lágrimas con un polla que aún no había visto. Deseaba que acabase en mi cara o en mi pecho. Deseaba mirarle a los ojos, sin importar de que color fuesen, mientras se derramaba en mis labios y caían las gotas en el suelo de aquel baño compartido. Quería que aquel cuarto de baño oliese a él, a su perfume, a su piel, a sus huevos. Quería que entrase por la puerta y me hubiese allí, empalmado por él, pajeándome por él, corriéndome por él.
No fue su leche la que ensució aquella noche el suelo del baño, pero sí la mía. Limpié todo como pude, me vestí y salí al cuarto con una mezcla de culpa y nerviosismo. En cierto modo sentía que había roto nuestra recién estrenada complicidad, que solo había faltado una conversación cercana para que fuese objeto de mis pajas por las noches. En cierto modo, no tenía muy claro qué parte de mi atracción me la provocaba él, sus desplantes los días atrás o haber descubierto que en realidad era más accesible de lo que esperaba. Álvaro en realidad solo había hablado conmigo como un amigo más y solo se había acostado desnudo una noche de calor en verano.
Cuando volví, la fina sábana blanca de verano tapaba de nuevo su cuerpo, dormía de lado y daba de espaldas a mi cama. Me acosté y me quedé dormido entre los ronquidos de Pierre y los ruidos de las calles dublinesas.
A la mañana siguiente, Álvaro volvía a su frialdad anterior. Como si la noche de antes no hubiese existido, como si no hubiésemos estado riendo durante horas, como si aquél abrazo, aunque frío, no hubiese ocurrido.
Aquél día no regresé al apartamento, debía retomar mis objetivos de aprender inglés y de descubrir cada rincón de aquella ciudad irlandesa. Fui a Diceys Garden, donde un chico acabó besándome. Fue la primera vez que me besaban en una discoteca. No voy a negar que pensé en él, no voy a negar que pensara también en Álvaro.
Cuando llegué al apartamento, volvía a estar lleno, como de costumbre. Álvaro charlaba en inglés aunque no me entretuve en traducir lo que estaban diciendo. Saludé, me fui a la habitación y saqué mis auriculares. Me puse música bien fuerte y decidí hacer los ejercicios de clase. En unos minutos, noté una mano en el hombro.
- Ey, Álvaro, ¿necesitas algo? – le dije con un tono amigable que hasta a mi mismo me sorprendió. No tenía motivos para estar enfadado con él, quizás sí lo estaba conmigo.
- ¡Sí!, bueno, no, no necesito nada como tal. Solo venía a invitarte por si quieres tomarte algo con mis amigos de clase. Nunca te he invitado porque sé que te juntas con españoles y que quizás te canse un poco hablar todo el rato en inglés, pero si te apetece, me encantará que los puedas conocer.
Podía haber dicho que sí, podía haber aceptado su ofrecimiento y acceder a su círculo de amistades, estar más cerca de él, pero lo rechacé. Hoy en día sigo sin tener una explicación lógica de por qué lo hice, pero tras rechazar su propuesta con un alegre «quizás otro día» salió de la habitación con gesto triste.
Pasaron unos días y, mientras con Pierre tenía una amistad fraternal casi de hermanos, con Álvaro fui creando otro tipo de amistad, más cercana, más real, más íntima pero acotada.
Descubrí una nueva faceta más íntima y despreocupada. Noté como muchos días dejaba el pestillo abierto del baño o incluso se duchaba con la puerta entreabierta. Ahora él también entraba al baño mientras me duchaba, como hacía Pierre, y aunque siempre era rápido yo me volvía de espaldas para que no viese que me ponía nervioso cuando lo hacía. No quería romper la nueva amistad, no quería que volviese a ser inaccesible.
Llegaba el fin de semana y Pierre nos dijo que iría a visitar la otra parte de la isla en un viaje organizado por la escuela. Eran dos días y, aunque todos mis amigos acudían, no podía gastarme el dinero que valía. Pensé que me quedaría solo esos días sin poder salir y sin compañía en el piso pero Álvaro me sorprendió cuando dijo que él tampoco iría.
¿Soy sincero? Me puse muy nervioso sin saber por qué.